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El deseo trabaja como el viento. Sin esfuerzo aparente. Si encuentra las velas extendidas nos arrastrará a velocidad de vértigo. Si las puertas y contraventanas están cerradas, golpeará durante un rato en busca de las grietas o ranuras que le permitan filtrarse. El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y sólo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear. Sylvia está sentada al final de la clase, fila de la ventana, penúltimo lugar. Tras ella sólo tiene a Colorines, un colombiano vestido con el chándal de la selección española que dormita a través de las clases del día. Sylvia cumple dieciséis años el domingo. Parece mayor, su actitud algo distanciada la eleva sobre los compañeros. Esos mismos compañeros que ahora estudia. No es ninguno. Ninguna de estas bocas es la boca que quiero que roce mi boca.

Ninguna de esas lenguas la quiero enredada en mi lengua. Nadie tiene los dientes que morderán mi labio inferior, mi lóbulo de la oreja, un rincón del cuello, el pliegue de mi vientre. No es ninguno. Ninguno. Sylvia está rodeada en clase por cuerpos a medio hacer, caras inconexas, brazos y piernas de equivocadas proporciones, como si todos crecieran a impulsos desordenados. Carlos Valencia tiene antebrazos atrayentes y bronceados que asoman poderosos bajo la camiseta, pero es un presuntuoso sin gracia. El Soso Sepúlveda tiene manos delicadas de dibujante, pero es pánfilo, le falta nervio. Raúl Zapata es fofo, definitivamente no es el cuerpo que Sylvia quisiera recibir sobre el suyo como una ola de carne deseada. Nando Solares tiene la cara tomada por los granos y a veces se confunde con la pared de gotelé. Manu Recio, Óscar Panero y Nico Verón son simpáticos, pero niños; el primero tiene bigote de pelusa, el segundo sólo habla a trompicones y el tercero ahora se introduce dos lápices en los orificios nasales y se vuelve para causar risa entre cómplices.

El Tanque Palazón sale con Sonia y le rodea la cintura con su brazo y le palmotea el culo con su mano de dedos como salchichas en un gesto posesivo que Sylvia aborrece. Huesitos Ocaña está desnutrido, ha crecido sin freno y cecea; Samuel Torán sólo piensa en fútbol y habría que transformarse en balón para atraer su boba mirada marrón. Curro Santiso es ya, a los quince, un vocacional registrador de la propiedad, un gris contable o un asesor de finanzas prematuro sin ningún interés. El Tolai Sanz está fuera de competición por su, más que inclinación, derrame homosexual; bastante tiene con torear la mofa cruel de los machitos que exageran su pluma, lo acosan o lo empujan con el hombro cada vez que se cruzan con él. Quelo Zuazo habita un planeta aún inexplorado y el Chulo Ochoa asiste al instituto con la misma pasión con la que un ingeniero nuclear aceptaría estudiar primaria. Pedro Suanzes y Edu Velázquez son dos góticos, solitarios, pelo largo, ropa negra, respetados en su automarginación por la sospecha de que planean asesinar al resto del grupo mediante algún método doloroso. El Erizo Sousa es un ecuatoriano con el pelo de pincho y risa de lagartija. Y luego está Colorines, apodado así por la variedad de colores con que viste, casi un arco iris. El reflejo de sol que entra por el cristal y se posa en las mesas a veces ofrece más interés que la clase. Sylvia desearía saltar con pértiga sobre su edad.


Tener diez años más. Ya mismo. Levantarse sin permiso, avanzar entre las filas de pupitres, ganar la puerta y dejar atrás lo que ahora vive. Pese a todo, Sylvia aún no ha caído en la ausencia perfecta de Colorines, que a veces juega con la capucha del bolígrafo entre la espesa selva de rizos de Sylvia, como si soñara con encontrar un tucán o alguna otra ave exótica bajo la mata de pelo negro. A Sylvia no le gusta su pelo. Preferiría la melena rubia de Nadia, la bielorrusa adoptada, o el pelo liso de Alba, dos de sus mejores amigas en clase. Lo bueno del pelo es que al menos no tienes que verlo a todas horas. No ocurre igual con los pechos. Dos años atrás Sylvia suplicaba en secreto para que le crecieran; ahora sospecha que sus deseos se hicieron realidad, demasiado realidad. Como si las plegarias por la lluvia trajeran inundaciones.

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